Hace unos días, dentro del contexto de una
entrevista. El señor Emiliano Aguilar, tuvo la amabilidad de escribir un texto
sobre los recuerdos.
Son tantas las veces, tantas, en las que en mi mente
afloran los recuerdos de mi niñez, que absorto me parece revivir aquellos
momentos.
¿Verdad que también a todos vosotros os pasa lo
mismo?
Me parece increíble que hoy 70 años después pueda
revivir, con los ojos cerrados, sentado en el sillón de mi pequeño salón,
instantes de mi niñez.
Debo deciros a todos vosotros que aquel pequeño y
mísero pueblo, se halla, aún hoy día, tras el macizo rocoso del monte que le rodea.
No hace mucho volví a él acompañado de una de una
mujer, sencilla y buena, amante de la naturaleza y de los paisajes, de los días
claros y luminosos.
Aquel día era así, luminoso, y avanzando por la
tortuosa carretera llegamos a un punto en que la curva parecía ser el final del
camino, cortado por la masa maciza vertical, imponente, coronada en lo alto por
el castillo templario. Habíamos llegado a la boca del túnel que atravesando la
roca nos llevaría, como en un cuento, a la plaza mayor del pueblo. Paramos para
contemplar el soberbio panorama que la naturaleza nos ofrecía.
Todo aquello lo había revivido en mi mente y ahora
estaba durante muchos años. Hoy, ahora estaba allí, respirando el aire fresco,
seco, con aromas de romero, de tomillo…
En lo alto los buitres planeaban en círculos
continuos sobre el barranco.
A nuestra derecha “el llovedor”, la misma ermita que
yo conocía, al pie de las peñas, desde donde caían lentas y continuas unas
gotas de agua que con su persistencia habían formado entre las grietas una
abundante vegetación.
Contemplé con ansiedad, aquel rincón y miré a lo
alto, recorriendo la pared rojiza de la peña de la Hoz, hasta parar mi mirada
en los muros del castillo. Donde de niño, tantas veces habíamos jugado.
Atravesamos el túnel en silencio. Algunas gotas de
agua provenientes de rocoso techo, golpeaban el parabrisas.
De pronto en un destello de luz, delante nuestro la
plaza, en cuyo centro “El Caballón”, donde llevado de la mano de mi padre
acudíamos los días de fiesta para encontrarnos con los vecinos y jugar con
otros niños.
La carretera
atravesaba la plaza, en cuyo centro una fuente sin agua. Era el punto cero de
los caminos: a nuestra izquierda el camino de las minas de carbón, de frente el
calvario, con su ermita y las Eras, a la derecha la calle principal. Allí,
traté de recordar cual fue mi casa… y la memoria me traicionó